Dice un refrán: «No hay peor ciego que el que no quiere ver». Desafortunadamente nuestra época que se jacta de tanto conocimiento, se esfuerza para negar toda evidencia de la actividad de Dios. Y les pasa lo mismo que a los religiosos del tiempo de Jesús, que prefirieron creer que era un endemoniado, un charlatán o un blasfemo, porque no se ajustaba a lo que ellos querían que fuera el Mesías, el Hijo de Dios.
A mucha gente le parece bien recibir oración para ser sanados, conseguir un buen trabajo o escapar de la desgracia. Si viene un terremoto hasta son capaces de ponerse de rodillas y orar con fervor. Pero pasado el peligro, les dicen con sus actos a Dios: «Déjame disfrutar la vida a mi manera, estoy mejor sin ti». Ponen al Creador (de quien depende su vida y que el mundo siga funcionando) al mismo nivel que una cábala para la buena suerte. Están ciegos. No ven que cada vez que nos alejamos de Dios, el diablo se ríe de nosotros, porque hacemos justo lo que él quiere para poder arruinar nuestras vidas. Ciegos que no ven la tontería de temer cruzarse a un gato negro o pasar debajo de una escalera. Pero que les parece ignorancia pedirle a Dios que nos dirija.
Hay un mundo espiritual justo delante de nuestros ojos, pero invisible. Cuando Dios nos da la vista, podemos «ver» esta guerra espiritual entre ángeles y demonios. Todo cobra otro sentido, al ponerlo en perspectiva. Comprendemos de una vez, con cuánto amor e insistencia Dios procuró toda nuestra vida, evitarnos las situaciones que nos traerían ruina y dolor. Cómo su camino angosto es mejor (Mateo 7:13-14). Qué planes maravillosos construyó para nosotros y nuestra familia. Qué sabio es su consejo. Qué dulce su corrección, aunque duela, porque está llena de amor y hecha a nuestra medida.
¡Abre mis ojos Dios! No me interesa ver los ángeles y demonios, lo que quiero es mirar por donde caminas, seguir tus huellas por donde vas, escuchar tu voz amable y sabia, tomar tu mano firme si resbalo. Anduve a ciegas demasiado tiempo. Intenté adivinar qué me convenía, quiénes eran mis amigos, cómo salir de mis problemas… ¿Para qué? Solo me choqué de frente con mis errores, enredé mis pies en trampas y cadenas del diablo, me hice el fuerte, el sabio, el que se ríe de todo, mientras por dentro crecía un cáncer de amargura y desesperación cada vez más grande. Ya no quiero más oscuridad. Perdóname Dios. Hazme ver. Muéstrame el camino. Y llévame con el resto de tus hijos, que seguro necesitan como yo que nos vayas arreglando. Pero prometo darles una oportunidad de llamarlos familia y amigos, como tú lo hiciste cinmigo.