Todos tenemos días en que andamos mal. Esos días en que nos levantamos con el pie izquierdo, como se suele decir. Los aparatos no funcionan como deben, las cosas se rompen, nos lastimamos, o nos peleamos con alguien en el trabajo. No todos los días brilla el sol.
Pero, incluso cuando el panorama se ve negro y las relaciones se vuelven tormentosas, hay motivo de sobra para estar agradecidos. Al pensar qué pasaría si Dios dejara por un momento de cuidarnos, nos damos cuenta que estaríamos mucho, pero mucho peor. Él es el que nos da el aliento de vida, el que nos da la inteligencia y creatividad, él que hace posible que haya pan en nuestra mesa y lo más importante: el que perdona nuestros pecados y nos llama sus hijos.
Por eso cada día, llueva o truene, alabo al Señor que me cuida. Y si el día está hermoso, lo alabo con más ganas. Porque él me ama. Me lo demuestra cada día y de mil maneras distintas.