El Espíritu Santo busca corazones entregados, rendidos a Dios, para convertirlos en su templo.
Los judíos tenían guardas en las puertas del Templo, para que no entrara nada inmundo. En su lugar más accesible estaba el atrio, el patio de reunión, más adentro, en el lugar santo no entraba cualquiera. Ahí era donde se ofrecían los sacrificios, el incienso, los panes que representaban cada tribu. Y más adentro era el Lugar Santísimo, donde estaba el arca del pacto y desde donde Dios hablaba a Moisés.
Nosotros somos templo del Dios santo. Tenemos que cuidar qué dejamos entrar. Debe haber un lugar para la comunión, donde servimos juntos al Señor, donde compartimos nuestras inquietudes, nos apoyamos, llevamos la carga los unos de los otros.
Pero también necesitamos nuestro lugar santo, para arreglar cuentas con Dios, ofrecer adoración como dulce perfume de incienso e intercedemos por nuestra familia, iglesia y comunidad como esos panes de cada tribu. Si no nos tomamos el tiempo para estar en comunión en el lugar secreto, puede ser que de prepo nos tire en cama, nos presione con alguna crisis, porque el Espíritu Santo nos anhela celosamente.
También de vez en cuando el Señor nos habla desde el lugar santísimo. El sumo sacerdote entraba una vez al año y para ello se preparaba. Nosotros no tenemos que esperar tanto. Nos preparamos con ayunos, vigilias o de la manera que Dios nos pida. Ahí recibimos revelación y renovamos el pacto.
Cuando Dios lo quiere, mueve a sus «templos», nos lleva adónde nos necesita para ser su boca, sus manos.