Cuando le preguntaron a Juan el Bautista quién era «dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías» (Juan 1.23). Nosotros responderíamos «Soy albañil», «Soy enfermera», «Soy la mamá de Juancito». Él definía su vida con el propósito que Dios le había dado: ser una voz en el desierto. Nada le importaba más. No era el hijo del sacerdote, el primo de Jesús, no era el profeta. Era la voz clamando, él le prestaba su boca al Señor para que anuncie a la gente que se preparen, que dejen de dar vueltas, que arreglen el camino a su corazón, despejado, derecho, para que venga el Señor.
¡Qué fácil hablar cuando nos prestan atención! Pero Dios necesita que seamos esa voz en el desierto, la voz gritando aunque nadie quiera oír.