Cuando pasé por esa calle me pregunté: ¿Quién quiere tomar un café al lado del cementerio? Entonces me di cuenta que la gente del barrio está tan acostumbrada que es como si no viera todas esas tumbas. Y los turistas solo ven lo que quieren ver: «obras de arte» no sepulcros, «homenajes a famosos» no un lugar de muerte. Así pasa en la vida diaria con el pecado. La gente a nuestro alrededor está muerta ante los ojos de Dios, pero nosotros estamos tan acostumbrados que no nos molesta. Nos admiramos de las riquezas de los famosos pero no vemos, como lo hace Dios, su podredumbre moral.
Nosotros somos hijos de la luz, debemos estar muertos, invisibles, insensibles al pecado. Pero vivos para Dios, dispuestos a alabarlo y amar al prójimo, tanto como para porfiar hasta llevarlo a los pies de Cristo.