Dios mandó al profeta Jonás a Nínive, para predicarles. Pero Jonás no podía perdonar a los ninivitas. Ellos habían vencido a los israelitas, eran sus enemigos ¿Por qué se interesaba Dios por unos pecadores como ellos? No, él no iría a comunicarles la palabra de Dios, no les daría la oportunidad de arrepentirse. Si Dios quería hablarles que se busque a otro. Así que fue al puerto y compró su pasaje para irse lejos de la presencia de Dios.
Pero resulta que no es posible esconderse del Señor. Su falta de perdón dejó puertas abiertas. En medio de la travesía se levantó una gran tempestad. El barco se hundía, a pesar de los esfuerzos de los marineros. Jonás mientras tanto se quedó durmiendo, no tenía ánimo para nada. Cuando perdemos el propósito, nos sentimos apagados, sin alegría, sin fuerzas, depresivos. Cuando vieron que no había nada que hacer, cada cual empezó a orar a sus dioses, pero el viento era cada vez más fuerte y las olas golpeaban con fuerza la nave, sacudiéndola con violencia.
«Y el patrón de la nave se le acercó y le dijo: ¿Qué tienes, dormilón? Levántate, y clama a tu Dios; quizá él tendrá compasión de nosotros, y no pereceremos.» (Jonás 1:6) ¿Cómo iba a orar Jonás si sabía que estaba en desobediencia? ¿Cómo lo iba a escuchar el Señor? No había nada que hacer. Morirían. Todos morirían por su culpa. Los marineros se dieron cuenta que era algo sobrenatural. Echaron suerte para ver por causa de quién había venido esa desgracia, así supieron que el culpable era Jonás. Acorralado, tuvo que confesar la verdad. ¿Qué podemos hacer? -Preguntaron. «El les respondió: Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará; porque yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros.» (Jonás 1:12) Ellos lo intentaron todo para no llegar a ese extremo, pero al final le pidieron a Dios que los perdone y decidieron lanzarlo al mar.
Ya estaba. LLegó el fin. Los hombres lo agarraron con caras culpables. Lo alzaron sobre la borda. Lo arrojaron a las frías aguas del mar. Todo había acabado. Las olas lo golpeaban de todos lados. Se hundió ¿Cómo se le había ocurrido que podría escapar de Dios? ¿Así terminaría su vida? Jonás seguía hundiéndose. Imposible nadar con esa tormenta. Entonces un gran pez se lo tragó. El alga se enredó en su cabeza. Su cuerpo fue apretado. Sintió que el agua le rodeó hasta el alma. Y allí, en ese lugar insólito, todavía vivo, Jonás oró. Tres días y tres noches soportó esa agonía. Hambriento, casi asfixiado, con el olor putrefacto, esperando la muerte a cada latido. Mientras tanto, el pez nadaba rumbo a Nínive. Cada metro que se alejó, era un metro más que recorrer en el vientre del pez. Jonás se aferró a su fe en Dios. Ahora lo entendía. Fue un iluso al escapar ¿Cómo pudo alejarse de la misericordia de Dios?
«Los que siguen vanidades ilusorias, Su misericordia abandonan.» (Jonás 2:8). Arrepentido, oró, hizo votos y alabó al Señor. «Y mandó Jehová al pez, y vomitó a Jonás en tierra.» (Jonás 2:10)