¡Qué frustrante cuando las cosas no salen como las planeamos! Sobre todo cuando le dedicamos tanto tiempo y esfuerzo. No es que no planeamos bien. Lo hicimos con tiempo, tuvimos en cuenta quién es responsable y quién podía fallar, elegimos lo mejor aunque era más costoso… ¿Y? ¿Para qué?
Podemos tomarlo como un fracaso personal, amargarnos, enojarnos. Si lo que faltó fue pedir primero la dirección a Dios, aprendamos la lección. Si oramos y él nos confirmó que era su voluntad, entonces no está todo dicho. Hay que seguir atentos para entender qué quiere Dios, adónde desea llevarnos. A veces sus planes tienen otro objetivo, aprovecha nuestros proyectos arruinados para algo mejor.
En la historia bíblica que leímos, el que se lamenta es Dios. Sí, ¡a Dios las cosas no le salieron como quería! ¡¡¡¿Cómo?!!!! Él es perfecto, omnisciente (sabe todo) ¿Cómo pueden salirle las cosas mal?
Dios hizo todo lo que se podía hacer para que su viña, o sea, la nación que escogió para él, diera frutos dulces, buenas obras. Pero no tuvo éxito. No fue un error de cálculo, no fue el azar, no fue un hecho fortuito. El Señor ya sabía que no había manera de lograrlo. Pero igual lo dio todo ¡Hasta entregó su vida en la cruz! Para demostrarle a su pueblo que los amó hasta el fin, hasta las últimas consecuencias. Si vino el castigo, si fueron desechados (aunque volverá a tomarlos como su pueblo) fue por su culpa, por su libre albedrío que los llevó a rechazar a Dios una y otra vez.
No seamos como Israel, que tuvo que padecer tanto, por rechazar a Jesús. No seamos una vid de frutos amargos. Aprendamos de nuestros errores. Confiemos en el Señor para dirigir nuestra vida. Porque él nos dará lo mejor. Si viene la poda, no es para llorar, es para que demos más fruto.