Estaba de vacaciones en Esquel. Decidí subir al cerro para sacar fotos del atardecer. Al descender, casi de noche y en medio de una llovizna, veo dos hombres subiendo por el sendero. Me pareció curioso ¿a quién se le ocurriría a esa hora y lloviendo subir a la montaña? No había luces, no había casas.
Entonces uno levanta las manos y sentí esa calidez que solo el Espíritu puede hacernos sentir. Levanté una mano a modo de saludo y escuché un grito: ¡Gloria a Dios! Cuando nos encontramos me contaron que eran cristianos. Uno había subido a buscar leña, a su esposa le pareció raro, porque nunca iba tan tarde y se veía que iba a llover. Él le dijo que sentía que tenía que ir, así que fue. En el camino se encontró con un siervo de Dios que estaba de visita en la ciudad y había sentido unas ganas repentinas de ir al monte a orar. Ya se habían conocido el día anterior así que decidieron ir juntos. Cuando me vieron, le dijo: «Esa es una hija de Dios. Fijate voy a levantar los brazos para alabar a Dios y si nos saluda es que es creyente».
Ahí, bajo la lluvia, en medio de la oscuridad creciente nos pusimos a cantar alabanzas y a orar. Compartimos nuestros testimonios y cuando decidimos bajar ya no se veía nada de nada. Alumbrados con los celulares bajamos hasta la ciudad. El hermano que vivía en Esquel nos invitó a su casa y allí le predicamos a su hija y yerno que hacía tiempo que no los visitaban pero justo fueron a verlos. La presencia de Dios se sintió poderosamente. Cantamos, oramos y lloramos por el toque del Espíritu Santo. Yo sentía que los conocía de toda la vida. Eso es lo que hace Dios cuando tenemos un corazón de adorador.