Las leyes humanas no son perfectas. Además hay que ver cómo se aplican y qué pasa si no se cumplen.
Desde chicos siempre nos cuesta obedecer. Cuando nos dicen que no se puede hacer algo, más ganas tenemos de hacerlo. Por eso dice la Biblia que la ley dada a Moisés, en vez de arreglar las cosas con Dios, hizo que aparezca el pecado.
La ley perfecta es la libertad. Porque desde que salimos del Jardín del Edén, el pecado nos esclaviza y nos arrastra hacia el mal. Pueden existir miles de leyes buenas, pero no les hacemos caso. No podemos, porque no somos libres.
La ley perfecta es cuando somos libres para seguir el amor de Dios, que él pone en nuestro corazón. Él nos lleva a buscar el bien del prójimo en vez de nuestros intereses mezquinos. Es la libertad de que el pecado no domine nuestros pensamientos y podamos decidir que es mejor estar en paz con nuestro cónyuge que ganar una discusión.
La ley perfecta es la que Cristo grabó en nuestra conciencia y que seguimos libremente, porque ya no nos domina el miedo a ir contra la corriente, ni la vergüenza de que nos llamen tontos por no aprovecharnos de los demás.
Dios preparó una ley perfecta: «La libertad de elegir el bien». Rompió las cadenas que nos llevaban al pecado. Nos dio la conciencia como una brújula para encontrar el bien, entre tanto mal. De nosotros depende decidir libremente hacer lo que conviene.