Todos pasamos por malos momentos. Todos nos enfrentamos en algún momento a enemigos más fuertes que nosotros. Quizás, cuando éramos niños tuvimos parientes o incluso padres que nos trataban con violencia física, verbal o psicológica y eso nos marcó. Tal vez, tuvimos falsos amigos que nos querían ver fracasar por envidia, celos u otros motivos y no nos atrevíamos a desafiarlos. Y poco a poco nos fuimos hundiendo…
Puede ser que nuestro enemigo fuera la sociedad, a la que no podíamos adaptarnos porque no encajamos con el «modelo». Éramos el violento, el tonto, el rebelde, el raro. Nos marginaron, nos hicieron bullying, nos hundieron en la depresión.
Quizás nuestros enemigos fueran espirituales. Pensábamos que era el cónyuge, el amigo, el compañero, el que nos arrastraba a eso que nos hacía mal. Pero en realidad lo usaba Satanás para engañarnos y causarnos daño. Nos enredamos en adicciones, o en cosas que terminaron destruyéndonos.
Como sea, nuestros enemigos terminaron hundiéndonos. No podíamos salir a flote. Pero cuando habíamos perdido toda esperanza apareció Jesucristo. Fue como ver llegar una luz en la noche más oscura. Nos miró con amor, sin condenarnos, sin menospreciarnos y nos rescató. Jesús nos sacó de lo más profundo y nos dio una nueva vida.