Israel era el pueblo de Dios. Como un olivo que da buen fruto. Pero se echó a perder, por eso el Señor lo cortó. Lo apartó para que no recibiese la savia, la vida y bendición que viene de Dios.
Nosotros fuimos injertados en su lugar. Ahora somos su pueblo, sus hijos. Pero no debemos ser orgullosos, no sea que a Dios le desagrade y nos corte como lo hizo con los que originalmente eran su pueblo escogido.
Dios le dio a Israel la Tierra Prometida, un territorio rico. Allí encontraron casas ya edificadas, viñedos que no tuvieron que esperar a que crezcan, lagares, silos y otras riquezas. Todo eso era de otros, pero por su maldad, el Señor se lo quitó y se lo dio a sus hijos fieles. Años más tarde, los israelitas se alejaron de Dios y por eso fueron conquistados por otras naciones que los llevaron lejos de esa buena tierra.
A veces, Dios le saca a otro un buen trabajo o un negocio para dárselo a sus hijos, porque premia al que tiene fe y lo obedece con humildad. Pero si se vuelve orgulloso o se olvida de Dios, perderá la bendición.