Admiramos a los que ocupan un lugar de honor, mucho más si son ricos. Parece que todo les va bien, la vida se ve sencilla para ellos, sin problemas, sin conflictos. Pero eso es lo que vemos, lo que creemos ver.
Todo el Salmo 49 habla de los ricos que viven ajenos a Dios. Rodeados de lujos y aduladores, dan la impresión de ser poderosos y que pueden hacer lo que les venga en gana. Pero Dios mira. Dios juzga. Entonces se dan cuenta, ya tarde, que ante la muerte son tan impotentes como los animales.
No es que a Dios les disguste que tengamos riquezas o que ocupemos un lugar de honor. Al contrario. Él mismo prometió estas cosas a sus siervos en la antigüedad y se los dio: a Abraham, a Isaac, incluso a Saúl que una vez convertido en rey le falló al Señor que lo había puesto en el trono. También Jesús prometió recompensa a los que le sirven. Pero debemos ser entendidos.
El poder puede cegar los ojos. El orgullo nos hace sordos. La soberbia nos vuelve torpes. Por eso quien ocupe un lugar de liderazgo tiene que esforzarse más por mantenerse humilde. Para entender qué está pasando, qué quiere Dios, qué está haciendo.
Son tiempos turbulentos. En economía se llama así a los contextos en que las condiciones son cambiantes y es difícil tomar decisiones. No importa que tan importante o inteligente se crea alguno, si no entiende lo que Dios quiere, es como un animalito indefenso ante la muerte.