Ni música alegre, ni solemne. El asunto era otro. La alabanza no llegaba a Dios, no porque se equivocaron de ritmo o porque los cantantes desafinaran. El problema era el pecado.
A Dios le molesta que le quiten el lugar de honor que merece. Él debe ser el centro de nuestra atención. No la fama, no el dinero, mucho menos si procuramos conseguirlo injustamente. Limpiemos nuestro corazón, limpiemos nuestros labios. Seamos adoradores en vez de músicos o cantantes. No armemos un espectáculo, no hagamos un ritual, busquemos la presencia divina. Dios no se tapa los oídos si cantamos mal, pero si hay pecado no lo puede tolerar.